Debido a la convicción, cada vez más firme, de la legitimidad del neogótico como estilo genuinamente inglés, tras el incendio del antiguo palacio de Westminster en 1834, un comité parlamentario tomó la decisión de reconstruirlo en estilo gótico. Dos siglos antes, un órgano similar había decidido reconstruir la antigua catedral de Saint Paul en estilo neoclásico. Se convocó un concurso para la construcción del nuevo Parlamento, que fue otorgada finalmente a Charles Barry.
Casi nadie puede negar la brillantez del proyecto de Barry, con sus claras jerarquías entre las áreas públicas y privadas, y la solemnidad de los accesos a la magna sala octogonal que separa la Cámara de los Lores de la Cámara de los Comunes. La espina central, que habilita una entrada real especial en una esquina del edificio, queda aliviada por varios patios al aire libre que permiten la entrada de luz a las oficinas, las bibliotecas y las salas de reunión circundantes.
El exterior del palacio de Westminster, casi todo de una suave piedra caliza amarillenta, fue proyectado en un estilo gótico que reproducía fielmente el gusto del siglo XV. Pese al tratamiento monocromático del volumen exterior del edificio, Barry logró introducir elementos pintorescos en la silueta general, mediante la ubicación asimétrica de los elementos verticales: la torre Victoria, la linterna sobre la sala octogonal y el Big Ben, el hoy famoso reloj de la torre del Parlamento.
Lo que resulta extraordinario del palacio de Westminster es el debate que suscitó acerca del papel y la finalidad de la arquitectura. La historia de la arquitectura moderna se entrelaza con la historia de la polémica, empezando por las teorías de Charles Perrault sobre la belleza en arquitectura, continuando con el ataque de MarcAntoine Laugier a los órdenes clásicos y ampliándose hasta bien entrado el siglo XIX por Pugin, el mayor defensor del gótico de la época y quien desempeño un gran papel en el proyecto y equipamiento del edificio.
Pugin imaginaba el edificio como un escaparate del estilo gótico en tanto que modelo moral y estético. El neoclasicismo, con sus alusiones cosmopolitas que cumplían las expectativas de la vieja élite, había dado paso aquí a un estilo vinculado no solo a los nuevos moralistas, sino también a la monarquía de la reina Isabel I (1533-1603), cuyo reinado empezaba a ser considerado una época dorada en la que Inglaterra experimentó la primera euforia de su poder global.
En otras palabras, el neoclasicismo, por más que un día fuera el lenguaje favorito del poder colonial, empezaba a ser considerado demasiado genérico e indiferenciado casi podríamos decir que demasiado “europeo” para identificar a Inglaterra, que en ese momento había pasado a ser el imperio colonial más poderoso del mundo, respecto a sus competidores.