El yacimiento arqueológico más sobresaliente de la Edad de Bronce en Europa es Stonehenge. Arrasado por los romanos en su afán de eliminar las religiones locales, maltratado por los turistas, amenazado de demolición en 1914, subastado por 6.600 libras esterlinas en 1915 y, finalmente, donado a la nación en 1918, una vez reconocido su valor como reliquia insustituible del pasado de Inglaterra, es en la actualidad una atracción turística más.
Es natural comparar Stonehenge con los templos megalíticos de Malta, y no es de descartar que, en las primeras fases de su formación, se hubiese producido algún tipo de conexión entre ellos. Sin embargo, los templos malteses sólo experimentaron un proceso de mejora y ampliación, como cabe esperar de una sociedad más bien estática, mientras que Stonehenge sufrió varias revisiones que alteraron significativa y deliberadamente su uso y significado. De hecho, la estructura actual es una combinación de las dos últimas fases (2500-1800 a.C.), lo que la hace más o menos contemporánea de Ur y Mesopotamia y del final de la era de las pirámides en Egipto.
Conviene no olvidar esta consideración, ya que la tendencia es exagerar el primitivismo de Stonehenge, cuando, en realidad, es una estructura bastante avanzada de la Edad de Bronce. La visión actual de Stonehenge aislado en el paisaje, nos limita imaginar que en origen formaba parte de una zona densamente colonizada. En el entorno inmediato de Stonehenge había centenares de montículos sepulcrales, algunos de ellos fechados en épocas tan antiguas como el cuarto milenio a.C.
La primera versión de Stonehenge, fechada hacia 3000 a.C., era coherente con las configuraciones circulares de la época, salvo que tenía un grandioso diámetro de cien metros, con dos o tres aberturas para permitir el acceso al interior del círculo. Los arqueólogos creen que en el centro había un edificio de madera de planta circular y unos 30 metros de diámetro. Una larga avenida jalonada con piedras atraviesa el terraplén, dejando en el centro un imponente monolito de 4,9 metros de altura, hincado en el terreno justo al exterior de la entrada. Tiene una forma apuntada y es conocido como la “piedra talón”. Existen al menos dos alineaciones reconocibles que seguramente ejercieron una función astronómica; una, en la entrada noreste, muestra el punto más septentrional de salida de la Luna; la otra señala el sur en la otra calzada.
Hacia 2500 a.C., la estructura fue transformada por pueblos de la civilización beaker, así llamados por las delicadas jarras con pico (en inglés, beaker) que producían, y halladas en sus poblados y tumbas. Como sus creencias eran distintas a las de los creadores originales de Stonehenge, alteraron la estructura de la obra de tierra y, naturalmente, también el paisaje simbólico asociado a ella, y el templo pasó de dedicarse al movimiento lunar al solar. Se ha debatido mucho sobre el origen de la cultura beaker, pero la tesis de que pudiera proceder de Europa oriental está reforzada por el hecho de que eran expertos en la minería y en el comercio del oro y el cobre. Se han descubierto menas, tal vez las mismas que descubrieran los propios beaker, en varios lugares de Irlanda, así como en el norte de la costa de Gales, frente al mar de Irlanda.
Los beaker integraron las tecnologías geográficamente dispares de la minería, la fundición, la producción y el comercio de metales en un sistema económico único, transformando el templo local de Stonehenge en un punto focal de una entidad cultural más amplia. Llenaron una extensa zona con sus montículos sepulcrales circulares característicos y fundaron una nueva ciudad al norte de Stonehenge, Durrington Walls, defendida por una muralla circular de 480 metros de diámetro. Su prosperidad se pone de manifiesto en sus tumbas. En una de ellas se han encontrado ornamentos de oro, así como broches de bronce de Bohemia y abalorios de alfarería fina azul de Egipto y otros de ámbar de Europa central.
En el centro de su cosmogonía existía una conexión entre la fundición de la mena y el Sol, por lo que reorganizaron Stonehenge transformando su orientación respecto a la Luna por la del Sol. Para ello, giraron el eje hacia el este según un ángulo casi imperceptible de 3º para que coincidiera con la dirección del Sol naciente de mediados de verano, según investigaciones de Gerald S. Hawkins en colaboración con John B. White. También inscribieron en el círculo una forma rectangular de 33 × 80 metros que señala los amaneceres y las puestas del sol durante los solsticios de verano e invierno. Aunque se siga debatiendo sobre la naturaleza exacta de la función de las piedras, la latitud de Stonehenge es la única de Europa donde todavía es posible esta combinación.
El cambio más significativo que se atribuye a la cultura beaker es haber añadido un anillo de sesenta grandes piedras de malaquita azul en el interior. También construyeron, más o menos a un kilómetro al norte de Stonehenge, un cursus, como lo denominan los arqueólogos: una forma rectangular de tres kilómetros de largo y cien metros de ancho, ligeramente biselada por sus extremos. Esta zanja excavada en el terreno está dispuesta según un eje en dirección este-oeste. Aunque es sencilla construirla, su trazado es extremadamente preciso.
Su función es desconocida, aunque existen otros cursus diseminados por la región, algunos de los cuales son anteriores a la llegada de los beaker. Desde luego, no se trata de una pista de carreras, como su nombre pudiera sugerir. Podría aventurarse que, dado que el sector oriental estaba asociado con la salida del Sol y el occidental con el ocaso, el cursus jugaba un papel importante en las expresiones rituales de la vida y la muerte. ¿Tal vez un camino para el alma?
Apenas concluida la obra de los beaker, hacia 2300 a.C., Stonehenge sufriría una nueva transformación, que incluso sería más impresionante que la anterior. No obstante, los nuevos constructores ya no pertenecían a la cultura beaker, y ahora trabajaban al servicio de una cultura de caciques, cuyos numerosos cementerios se añadieron al paisaje circundante de Stonehenge.
Su origen es aún más misterioso que el de los beaker. Los nuevos señores retiraron las piedras de arenisca azul que habían colocado aquéllos y añadieron el hoy famoso anillo de trilitos de piedra de Sarsen, el tipo de arenisca local que ha dado nombre al anillo. El anillo, de 33 metros de diámetro, estaba compuesto por treinta enormes piedras con un peso medio de 26 toneladas. El transporte de tales piedras desde su lugar de origen, a unos 30 kilómetros al norte, debió ser toda una proeza.
Particularmente notable fue el esfuerzo desplegado en la preparación de las piedras. Trasladadas conjuntamente, las superficies de las mismas se golpeaban para pulverizar las protuberancias, primero con grandes mazos del tamaño de una calabaza y, más tarde, con martillos del tamaño de una pelota de tenis. Después, se pulían frotando su superficie con piedras planas, tal como haría un carpintero con el papel de lija. Una vez colocadas, las jambas del trilito medían 4,1 metros de altura, 2,1 de anchura y 1,1 metros de grosor, y estaban rematadas por treinta dinteles, de entre 6 y 7 toneladas de peso, que formaban un círculo continuo superior.
La precisión con que se realizaron estos trabajos es notable. Una vez colocados en su posición, la parte superior de los dinteles nunca distaba más de diez centímetros de la horizontal. Un trabajo de la piedra tan concienzudo no es muy frecuente en otros henges ingleses, donde, por lo general, las piedras procedían de lugares más cercanos, sino que, además, se dejaban en estado natural, sin trabajar, tal vez por la creencia de que poseían una presencia mágica de ultratumba. El anillo de Sarsen de Stonehenge puede considerarse como un tipo particular de arquitectura, ya que, en realidad, por la precisión de su trabajo, parece relacionada con la carpintería de la piedra.
El lijado de las superficies y la forma de encajar las piedras entre sí parecen indicar una aplicación directa de la carpintería de madera a la piedra. Es posible que sus constructores reprodujeran en piedra un prototipo de madera, o tal vez tratasen de realzar el poder de la estructura de piedra, incorporando las técnicas más conocidas del trabajo de la madera.
Pero Stonehenge sufriría todavía una transformación más. En esta fase final se volvió a traer el conjunto de piedras de arenisca azul que había sido retirado anteriormente; unas cuantas se colocaron en su posición actual, en el interior del anillo de Sarsen, mientras que otras se dispusieron en una configuración en forma de herradura.
La forma de herradura no era corriente en Inglaterra, aunque sí en Bretaña, al otro lado del canal de la Mancha. Aunque se ha debatido mucho sobre sus consecuencias, es casi seguro que el sur de Inglaterra y la Bretaña francesa formaban parte de una única provincia cultural. Se cree que, como consecuencia de un enfriamiento climático, la sociedad que construyó Stonehenge se transformó en una sociedad aldeana, con escasa capacidad para continuar los magnos logros arquitectónicos de sus predecesores. En sus restos emblemáticos surgió una cultura druida que no aportó nada al legado arquitectónico de Inglaterra.